martes, 2 de diciembre de 2014

Salir a correr

Casi toda mi vida he jugado al fútbol a nivel federado, en equipos bajos, pequeños, como quien dice, porque uno no quiere andar complicándose la vida llegando a profesional, y esas cosas. Y ahora me he convertido en ese joven desquitado que pasa junto a un campo de rugby cuando cae la tarde, mientras el frío de noviembre conquista perezas, y ve entrenar a los chavales, se para junto al terreno de juego y piensa en el plato de fabada que le espera en casa, el sofá, la tele y, movido por un impulso dice: “¡Cagones!”, y se gira satisfecho. Pensando que tal vez debiera retomar el deporte, salir a correr, moderadamente, por lo menos. Porque hubo un tiempo que así se hizo. Que dejé el fútbol y me animé a recorrer los arrozales de mi barrio a trote pronto, para entendernos, en una mezcla de zancadas y respingo que no duraban más de quince minutos, pero que, quiera uno o no, ahí estaban. Y llegaba sudado a casa, hinchado de esa sensación de inmunidad que acucia a un deportista de élite, a sabiendas de estar sano y en plena forma; y, a veces, cuando la soberbia deportiva que me invadía era tal, entraba a la cocina, agarraba una manzana, le daba un mordisco brusco y desgarbado y la tiraba entera a la basura. Entonces aparecía mi madre y yo culpaba a mi hermano pequeño de mal comerse las manzanas, y me subía corriendo a la ducha, antes de tener que recoger mi cuarto. Lo complicado de salir a correr, tú solo, a plena cuenta y consideración, es lo propio de la valentía o la desgana, y, sobre todo, el equilibrio de intereses. A mí me puede mucho la presión, de querer salir a correr y no hacerlo; y , lo malo de hacerlo acompañado, es que hay que excusarse, y entonces tomas todo tipo de reprimendas cuando algún amigo te insiste para salir: - Chispea un poco. - Ya no- insiste él. - Pero mañana es martes. Y estoy un poco malo. Y tienes semanas fuertes, en las que sales tres veces, diez minutos cada cual, no más, para no forzar los isquiotibiales o andarte con ojo con las roturas de fibras. Y a lo mejor al llegar a casa haces seis o siete flexiones, porque te sientes en forma. Pero sin duda, lo más difícil de todo es aguantar el temple aprensivo con elegante soltura, la suficiente como para que, cuando te adelanta a velocidad de vértigo un señor que rondará los 80 años, mientras tú te aferras a esa cuesta que se te atraganta en el pecho y los pulmones, y escupes cada pocos metros, sonrojado, no le mires receloso desaparecer a lo lejos y pienses: “Joder, que envidia, lo sano que parece” y te toques el pecho, a tus 22 años, temiendo un infarto.

Cosas que hacer

Últimamente ando tendido de tantas cosas que hacer que no me da tiempo a hacer nada. Es lógico, me trastabillo entre unas y otras y acabo intentando tocar la guitarra mientras salgo a correr y escribo un par de artículos. Que, siendo sinceros, al final acaba uno echado en el sofá mirándose un pie toda la tarde y pensando lo agotador que resulta hacer tanto ni tan poco. Es como en el trabajo, que si de pronto es un día flojillo y no hay mucho que hacer, acabas maldiciendo igualmente entre rayos y centellas lo agotador que resulta, por si te escuche algún jefe. Que vea que, lo menos, emocionalmente te aplicas. Una cosa que tengo pendiente de hacer es donar sangre. Me he acordado hoy, al ver que habían instalado ese aparatoso dispositivo de donaciones dentro del metro que da a mi facultad; que yo paso un poco alejado, como apartándome todo lo que puedo, no vaya a ser que me agarre una señora y me meta para dentro. No es que no quiera donar sangre. Es que no sé si me veo capaz a esta edad tan delicada, en la que pasadas las primeras horas del lunes el cuerpo flaquea cada dos por tres. Y si no meriendo, echo la tarde jodido. Una mañana, no tenía dinero para comprarme un kinderbueno y un batido en la máquina expendedora del trabajo, y casi me levanto y me voy, a falta de dos horas de mi fichar al salir (que yo no ficho ni nada, es por entendernos), porque uno no está para ir jugándose el tipo así de buenas a primeras. Y que no dono, de momento porque no me atrevo. Y es que una vez, con una chica, sentado en un banco de un parque de la capital, me contaba ella que había ido tan campante a donar sangre, y yo escuchaba con tímidos oídos. Y así disimulé, diciendo que no sabía cómo se hacía eso, mientras me encogía de hombros y pensaba en cómo iba yo a besarla entre tanto anecdotario. Y, cuando me contó que al llegar a casa, se echó un rato al sofá y al ir a levantarse cayó al suelo redonda, me agarré con fuerza a la madera, no por supersticiosa manía, no, sino temiendo el desmayo, acordándome de que no había merendado suficiente. Y es que te dicen tantas veces que te tomes tu actimel cada mañana que uno se vuelve escéptico cuando su madre le compra zumos de naranja y le da por pensar: “Mamá, pero si esto no tiene una mierda de L. Casei inmunitas, como poyas voy a sobrevivir”. Y al final uno lo va dejando pasar, lo de donar sangre, o los actimeles, y se da cuenta la de cosas que tiene pendiente de hacer. Como sacar a pasear a los perros. Que a veces a uno se le olvida y… Me gusta pensar que, como en mi casa tenemos dos, entre ellos se manejan. El caso es ir haciendo esas cosas. Como hablar a la chica que te gusta. Mi problema es que a veces no distingo bien. Pasamos el viernes en Salamanca mis amigos y yo, noche entera, digo, y me hablaba ayer una chica que allí conocí, de la que no tenía intención de volver a saber nada, no por algo especial, pero es que entre la distancia y lo malo que ha sido noviembre siempre para enamorarse… Y, que, no de gustarme, porque no, sino de bueno y despistado, empecé a contestar a sus preguntas y, sin querer, al final casi me cojo un billete a Salamanca para el próximo fin de semana y la invito con todas sus amigas a pasar unas semanas en mi casa de Madrid. Y se me olvidó merendar y sacar a los perros. Y hoy, cómo carajo iba a donar sangre, si me he acordado de que ayer no merendé.

Cuando tú y yo nos leíamos

Ando pendiente, cada vez que escribo un artículo, de mencionar a mi madre, para asegurarme de que lo lea. Entre mis hermanos y yo negociamos casi siempre, si tú me lees yo te leo, si yo te leo tú me lees; y a mis amigos les solía pasar artículos al grupo de whatsapp, y lo sigo haciendo, pero con menor frecuencia, desde que no contesta nadie. Bien podría compartirlo en facebook, y me seduce la idea, pero en seguida me asalta la urgencia de la fama, y me veo independizándome y yéndome a Noruega, a cultivar el oficio entre regocijos en cama, con varias mujeres nórdicas. Así que pronto desisto, aturdido, cansado, de tanta fama. Y me resigno a la aguda dolencia del que escribe sin lectores. Cada vez que hablo con una chica y le engatuso mi móvil, le cuelo debajo el nombre de mi blog, por tener más lectores. Si alguna está leyendo esto entenderá perfectamente que es una carta de amor encubierta. En una entrevista para Esquire le preguntan al actor Matt Leblanc por sus hábitos de depilación, y él responde: - “¿Si me depilo las pelotas, quieres decir? Simplemente dejo que la naturaleza siga su curso, y cuando está fuera de control, lo arreglo”. En esas estamos, intentando arreglar siempre lo que está fuera de control. Que yo en vez de centrarme en lo que escribo, lo hago en mis posibles lectores. Y pronto te descubres leyendo algún fragmento de algo escrito por Carlos Fuentes, y te despistas y le robas alguna frase que meter en tus escritos y te delate: “(…) la invención del otro como malo, de inferior calidad, para no tener que percibir nuestra propia miseria”, y lo firmas a tu nombre, pensando que Carlos lo entendería, claro, por tus lectores. Que tampoco te puede decir ya nada el hombre. Y la culpa y base de toda esta desfachatez no es otra que la carencia de lectores. Que ya me veo yendo a alguna declaración pública de Benjamín Prado, del que guarda uno varios poemas o artículos, de buena gana y admiración, y gritarle: “¡Paquete!, ¡si tú me lees yo te leo!”. Y lanzarle una pelota de papel donde hayas escrito unos cuantos versos. Con el nombre de tu blog y una cita célebre, que firmas a tu nombre. Lo que sea por tus lectores. Y claro, uno acaba cogiendo tanto ritmo de trueque escribano que se pone digno, cuando me llegaba al mail un texto de dos hojas de un profesor de la universidad, que debíamos leer para un trabajo. Tal y como estaban las cosas le respondí inmediatamente, muy simpático de mí, adjuntándole un par de artículos míos de semejante espacio; y dejé bien claro en el asunto del mensaje: “si tú me lees yo te leo”. Que el guionista Aaron Shorkin decía que para eso usa la escritura, “para ir a un lugar donde quiero estar”. Y entre tanta confusión y tan falto de lectores le llevé el otro día un folio escrito con la palabra ‘Tailandia’ al tipo de la agencia de viajes, exigiéndole mi billete de avión, gratis. E intenté explicarle lo que había dicho Shorkin. Yo desesperado ante sus negativas, claro, y él nada, que no lo entendía. Acaso no se daba cuenta de que ando falto de lectores, o qué puñetas le pasaba.

La taza del váter

En mi cuarto de baño, la taza del váter está rota. Se escurre hacia los lados, y no sé bien por qué, en momentos imprevisibles. Sí, está rota, y lo está de tal manera que varias veces he estado a punto de caerme al suelo desde sentado. En lo que habría sido una circense caída, que si acaso bien podría haberme producido algún daño físico, como torcerme una muñeca, sobre todo psicológico, debido al bochorno seguramente generado. Imagínate en el hospital, a punto de vendarte el brazo, por un esguince, y la hermosa chica que prepara las gasas, tiras de tela y demás, que te pregunta: - Bueno, jovencito, ¿qué ha pasado? - Me caí de la taza del váter. “Para la trama acorralo al personaje, y luego busco cómo sacarle de ahí” dice Vince Gilligan, el creador de la serie ‘Breaking Bad’. Quizás lo hacemos algunos, de vez en cuando, con nosotros mismos. Acorralarnos, en cierto modo, para luego encontrar la manera y formas de salir de tal apuro. Sería septiembre, cuando pasaba la noche, ya entrada en mañana con el sol alicaído al otro lado de persianas, en casa de una simpática chavala, a la que conocía de hacía no mucho tiempo. Habíamos salido de fiesta, y, siendo la primera vez que dormíamos juntos, la cosa no se había dispuesto más allá del favor que unos cuantos besos y revolcones sin lucro proporcionan. Sin pena ni gloria, como quien dice. Mala suerte. Y en esas que sentí de pronto, la chica dormida en mis brazos, revolvérseme las tripas. Ya andaba desvelado, mirando el techo con una erección de tres pares de narices. Y hube, con cuidado, de apartarme de su lado y levantarme al cuarto de baño, situado en la misma habitación, para solventar eficazmente mi apretón de sudores fríos. Ni siquiera había pestillo, así que tuve buena precaución en hacer el menor ruido posible, temiendo despertarla y que entrara a buscarme, preocupada. Tuve la suerte de no alterar su sueño, que yo supiera, pero volví angustiado a mi sitio en la cama, como quien se siente culpable de haber hecho algo poco ético. La chica dejó de hablarme poco a poco, y no volvimos a vernos. Mis amigos me echaban culpas, no sé si en broma o en serio, de lo sucedido, a razón de haber acaparado en males usos su taza del váter. Y yo pensaba, que menos mal que fue la suya, imaginando lo que podría haber sucedido de haber sido la de mi casa. Tal vez haber tenido que pedir su ayuda, de haberme caído al suelo, por culpa de mi taza rota. Y pedirle que me llevara a vendarme la muñeca, borracho de mí y todavía empalmado.

La entrevista

Hace un rato, llegando a la facultad, me han parado dos chavales para entrevistarme. Por un momento he mirado atrás, pensando que se habían equivocado de tío, pero luego me he frotado las manos, aclarado la voz y dispuesto a partir la pana como una estrella. - Esto no sale en ningún lado, aunque si quieres lo subimos a youtube- me han dicho, mientras uno me ponía un micrófono bajo la boca y el otro me enfocaba con el móvil. - Que solo es un trabajo para clase- han insistido. Y yo, pensando que así solo me iban a desanimar, he recibido impaciente su pregunta, para despacharla cuanto antes. Pero en cuanto he notado que el tipo del móvil empezaba a grabar, me he venido arriba. La pregunta era qué opinaba yo de la telebasura. Y he empezado a agitar los brazos en gestos de cultureta, moviendo la cabeza con cierta condescendencia, diciendo cosas que ni recuerdo. He entrado en una especie de trance tertuliano, y creo que he hecho alusión a los derechos civiles de Vicente del Bosque y a los niveles de calorías que lleva una democracia, por resumir un poco. Para dejar claro que la culpa era de Soraya, la cantante, por supuesto. De ella y de las barritas de merluza congeladas, que últimamente le quedan a uno siempre un poco crudas, y eso es del fabricante… Ni siquiera sé si los dos chicos se han despedido de mí o si he estado un rato hablando solo.

El plagio

Releyendo algunas cosas, me di cuenta que al escribir copio con descaradas maneras a una persona. No sé con claridad si en anécdotas, estilo, o qué. Igual que copio a muchos otros, en él, puede que por motivos concretos, lo percibo de forma más llamativa que cuando copio a los demás. Digamos que me salta más a la vista cuando lo hago, me carraspea, y no de malo, sino como ese sabor que uno ha probado mucho de buen grado, y enseguida lo reconoce al masticar y tragar un trozo, entre las distintas notas que se quedan prendadas en paladar y garganta. Decidí entonces buscar soluciones. Me puse a a revisar varios artículos suyos, lleno de concentración, para evitar en próximas escrituras mías lo que creía copiar, y buscar diferenciarme. Huecos inexplorados, perfiles distintos, bailes del lenguaje que él no tocara, y así, tanto, que acabé por dejar de lado el teclear nada por mi cuenta, y lo que hice fue copiarle este párrafo entero. Que uno no puede negarse a sí mismo, puñetas.

No tengo llaves de casa

No tengo llaves de casa 28 noviembre, 201428 noviembre, 2014| Manu Ordás|Deja un comentario| Todo sucedió muy rápido. Un día las perdí, y pronto había pasado, casi sin darme cuenta, tres años sin ellas. Como dos buenos amantes que dejan de verse, sin decirse nada, para siempre, dejándose en las condiciones favoritas de Montaigne: la ociosidad y la libertad. Se marchó mi hermano de erasmus y me quedé yo con las suyas. Al aňo siguiente se las devolví para ser yo quien se fuera. Y ahora, los dos en casa, se me han complicado las cosas muchísimo. - ¡Hazte una copia!- podría decir nadie. Ya, pero no es tan fácil. Uno le puede coger cariño a cualquier cosa. Incluso a ir sin llaves de casa. Le he cogido cariño a cosas tan complejas como tener la habitación casi siempre desordenada (y como Pla decía ser de cuarto desordenado también cuando rondaba mi edad, casi hasta me siento orgulloso por ello, y un poco más escritor), así que ya esto ni me extraña. Hace no mucho, llegué a mi casa solo a las seis de la mañana, después de haber salido a tomar unas mirindas de naranja, y claro, no me quedó otra que sentarme a esperar en el portal. Me ha sucedido ya alguna que otra vez, de hecho, y lo he resuelto entre aguardar a que llegue alguien o llamar al timbre numerosas veces. En otras ocasiones varias he tenido que saltar por el jardín temiendo que algún vecino me dispare creyéndome ladrón. A veces con éxito, a veces no tanto, que he saltado el jardín y me he encontrado con que la verja de mi casa que da al salón estaba cerrada, quedándome atrapado, sin fuerzas para volver a saltar, entrando así en una suerte de paradoja espacio temporal que… Que al final siempre termino por entrar en casa de un modo u otro, y tan contento, pensando que la vida sin llaves tampoco está tan mal. Es mucho más emocionante, por supuesto.